La movilización que despertó a la generación del bicentenario
Una crónica sobre las dos multitudinarias marchas juveniles, donde Inti Sotelo y Bryan Pintado, los llamados héroes de la democracia, perdieron la vida. La movilización de la generación del bicentenario consiguió la dimisión de Manuel Merino a la Presidencia de la República y advirtió a la clase política que “se metieron con la generación equivocada”.
12 DE NOVIEMBRE (IDA)
El jueves 12 de noviembre, miles de peruanas y peruanos participaron en la manifestación plurinacional, donde nació la generación del bicentenario, contra el gobierno de facto del acciopopulista Manuel Merino de Lama, quien ese mismo día había tomado juramento al gabinete ministerial del premier Ántero Flores-Aráoz. En respuesta, algunos colectivos convocaron una movilización descentralizada a las cinco de la tarde mediante las redes sociales. Por cuarto día consecutivo, y a pesar de la represión policial, la ciudadanía incursionó en la protesta más grande de la historia del Perú.
La plaza San Martín volvió a ser el escenario principal de la protesta que
en simultáneo se desarrollaba en ocho ciudades del país. Miles de jóvenes, padres
y madres con sus hijos e hijas menores, adultos mayores, partidos políticos,
sindicatos, federaciones estudiantiles, diferentes colectivos de la sociedad
civil, hasta un power ranger red, Spiderman y Elmo, la marioneta de
Plaza Sésamo, con su cartel que decía: “jovenes, preocupados, sin estudiar, y
Merino ni título tiene”, llegaron por la avenida Nicolás
de Piérola (en adelante Colmena), una de las pocas entradas disponibles
para pisar la plaza San Martín, cuyos jirones a los que se une habían sido
cercados por rejas metálicas de colores negro y verde. A las seis de la tarde
era imposible caminar con normalidad en la plaza del centro histórico de Lima.
“Se metieron con la generación equivocada”, informaba una tela con los
colores de la bandera peruana. “Esta marcha no es por Vizcarra. Hay que vacarlos a
todos”, decía una cartulina amarilla. Otros carteles, al unísono, protestaban:
“Merino no es mi presidente”, “Este Congreso no me representa”, “Ni Vizcarra ni
Merino, que se vayan todos”. Una pancarta que sostenía una trabajadora del
sindicato Sitobur pedía: “Nueva Constitución”. Algunos ciudadanos en los suelos
de la plaza se las ingeniaban para hacer sus murales, incluso se crearon memes
que rechazaban el golpe legislativo que se consumó con la destitución del
expresidente Martín Vizcarra, el lunes nueve de noviembre. Las frases hechas en
los carteles mutaron, gracias al trabajo de algunos grafiteros, a las
paredes de las calles y avenidas aledañas a la manzana.
La ciudadanía quiso llegar al Congreso, según un manifestante del colectivo
Bloque Hip Hop Perú, esa era la consigna de la marcha. Los policías, plantados
delante de las rejas, cada uno con sus escudos, impidieron el paso de la
ciudadanía por las calles que se conectaban a la plaza. Desde el cielo nublado,
un helicóptero y algunos drones vigilaban a los asistentes. Por la mañana, el exministro
de educación Fernando D'Alessio señaló que el Movadef había organizado la
protesta. La ciudadanía, sin embargo, estuvo alerta porque se había corrido la
voz de que agentes del Grupo Terna se habían infiltrado entre los
manifestantes. Un día después, el mismo subcomandante general de la Policía
Nacional del Perú, Jorge Lam, confirmó que los agentes terna solo fueron
utilizados para la detención de ciudadanos identificados como revoltosos por la
Policía.
Se vivía la fiesta en el partido más importante que jugaba la gran mayoría
de peruanos convocados para la manifestación. Barristas de los equipos de Alianza
Lima y Universitario de Deportes se juntaron con esa ciudadanía brava que,
vestida con camisetas de la Bicolor, no detenía su canto de emoción por la
unidad nacional y también de rechazo al nuevo gobierno. Por el bullicio, se
avizoraba que el encuentro y el aliento durarían más de noventa minutos. Y los
refuerzos llegaban, se sumaron a la protesta brigadas voluntarias conformadas
por médicos y paramédicos. El llamado a la calma del expresidente de facto
Merino no impidió que se juegue el primer partido de ida en las calles.
A paso lento, la gente fue dejando la plaza. Por la avenida Nicolás de
Piérola desfilaba el pasacalle de la ciudadanía que continuaba arengando y se
detenía en los cruces para entornar, en una sola voz, el himno nacional del
Perú con algunas variaciones que incluían palabras no tan cordiales dirigidas a
la clase política de todos los espectros. “No somos de izquierda ni de derecha,
somo los de abajo y vamos por lo de arriba”, repetían hasta el cansancio
carteles de todos los tamaños, colores y tipografías. Los negocios comenzaron a
cerrar, en algunos locales los vigilantes se acordonaron en la puerta de
entrada. El temor del saqueo era latente, los mismos marchantes no perdían de
vista sus objetos de valor, no faltaron los obsesionados por lo ajeno y lo
fácil, entre los tumultos.
Conforme se avanzaba, las pintas empezaron a atiborrarse en las paredes, la
marcha se detuvo por un momento en las intersecciones de las avenidas Nicolás
de Piérola y Wilson. Por fin había señal, arrancaron las transmisiones en vivo,
los flashes se disparaban con los “selfies” y los cacerolazos de los edificios
de la avenida competían con los cánticos de la marcha. En el tiempo de descanso, un
trabajador del minimarket Tambo repartía vasos de plástico con agua a la gente
que pasaba afuera del establecimiento, otros comercios de la avenida imitaban
el ejemplo del joven. Algunos ambulantes duplicaban los precios de sus
productos. Con la marcha iban avanzando los policías motorizados. El fantasma
de la represión asomaba su cabeza.
La gente se desplazó con normalidad por toda la avenida Wilson, por las veredas y las pistas sin dejar huecos, se adhirieron autos que tocaban sus cláxones con constancia, mascotas, ciclistas y algunos transeúntes que merodeaban la zona, los vecinos desde las ventanas pedían que se vayan todos, sobre todo Merino, “ese conchasumare”, reiteraba la ciudadanía. La manifestación se desbordó y excedió los 300 gatos que pronosticó el congresista Omar Chehade unos días antes. Entretanto, los vendedores al paso ofrecían polos negros, el color tétrico que calzaba con la frase que se inmortalizó con hashtag en las redes sociales por casi una semana: “Merino no es mi presidente”. Los comerciantes hacían su agosto en el noviembre más agitado del presente siglo para peruchas y peruchos.
La gente peinó la plaza Miguel Grau, decidida a aparecerse en el Congreso
de la República e insistir en negarle el voto de confianza al gabinete del
primer ministro. Más adelante, un joven gritaba que en la avenida Abancay un grupo
de policías estaba despachando gases lacrimógenos contra los manifestantes que
buscaban atravesar pacíficamente el cordón policial. Unas cuantas personas se
devolvían a la plaza San Martín; otros, una gran mayoría, seguían avanzando con
acelerado ritmo y sin mantener el distanciamiento social. La legítima protesta,
distanciada del gobierno de facto, pesaba más que el nuevo coronavirus.
“El virus más peligroso es la corrupción”, proclamaba una señora con un
megáfono en el cruce de la avenida Grau con Abancay. Para el sosiego de los
manifestantes, el doctor Elmer Huerta había avisado que el estudio de la
Oficina Nacional de Investigación Económica reveló que no hubo, en 315 ciudades
estudiadas en Estados Unidos, una relación directa entre las marchas y el
aumento de incidencia de COVID-19 o el número de muertes. Más bien, las bombas
lacrimógenas que bailaban en la pista incentivaban a que la gente se ponga la
mascarilla a la altura del mentón. El coro de la marcha cambió y ahora
gritaban: “Represión, represión”. Cerca de la Corte Superior de Justicia, los policías
seguían lanzando gases irritantes. El fantasma de la represión
mostraba todo su cuerpo.
Y los cuerpos heridos comenzaron a contarse. La generación del bicentenario
no retrocedió ante las bombas lacrimógenas y los perdigones que arrojaba la
Policía. Las mismas acciones se repitieron hasta la medianoche sin
interrupciones. Permanecí encerrado por más de 30 minutos junto a otros
manifestantes en el jirón Pachitea, ya había comenzado el toque de queda, y
solo nos quedaba esperar a que el cordón policial que había cerrado la calle
nos dé carta abierta para salir, menos a los que grababan, esos tenían que
identificarse y mostrar el celular si querían escapar. Quienes lograron burlar
el muro policial se llevaban de recuerdo un varazo bien dado a cualquier parte
del cuerpo, sin importar su género. El gas subía por las paredes, algunos
pedían vinagre o agua, se compartían pañuelos con bicarbonato para aliviar la irritación
de los ojos, otros se echaban a llorar por el gas y por la represión.
Algunos gritos de indignación que venían de quienes estaban fuera del cordón policial, animaron a que los ciudadanos encerrados en el mencionado jirón pudieran salir con todo, algunos corrieron mala suerte porque la policía los detuvo y de paso les regaló palo, luego de haberles metido cabe. Mientras tanto, en televisión, el señor Gastón Rodríguez, a cargo entonces de la cartera del Interior, decía que en la manifestación no mandaron ternas y no habían reprimido a la ciudadanía. Sin embargo, en las redes sociales los usuarios seguían viralizando todos los actos del Grupo Terna y de los policías que disparaban a quemarropa contra los manifestantes, dejando, así, sin piso a las declaraciones del exministro del Interior.
A la una de la mañana, junto con dos amigos de mi barrio, agraviados por el gas lacrimógeno, camino a casa en un bus del transporte público, revisé las redes sociales, especialmente Twitter, y las denuncias aparecían una tras otra: en distintas calles cercanas a la plaza San Martín, la Policía seguía reprimiendo a los manifestantes con la percusión de sus escopetas, y el presidente Merino no daba la cara. “Sonríe, fuerza, Perú”, daba ánimos una pinta a los protestantes que dejaban la plaza por la avenida Colmena. El partido de vuelta se jugaría como nunca.
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Por la tarde apareció un tanque de guerra por la avenida La Marina en el distrito de San Miguel, que avizoró un enfrentamiento más impetuoso, incluso los usuarios de las redes sociales comentaron sobre un posible derramamiento de sangre por cómo actuaba el gobierno de facto, cuyo primer ministro un día antes había acudido a una delegación policial para agradecer a los agentes por su actuación en la primera gran marcha nacional y decirles: “En mí encontrarán un defensor”. Algunos periodistas, cuyos nombres no merecen escribirse, dijeron que los manifestantes buscaban “al menos un muerto”. Otros gremios y colectivos sociales, entre los que se encuentran la Coordinadora Republicana y un grupo de economistas cercanos a la Confiep, invocaron a “la ciudadanía a mantener la unidad y el respeto por la institucionalidad”, avalando a un gobierno provisional que ni siquiera fue reconocido por la Organización de Estados Americanos (OEA).
En la tarde, la plaza San Martín, como punto de concentración, era una
caldera, como cuando se juega el clásico del futbol peruano, solo que esta vez
toda la ciudadanía era una sola idea y una sola camiseta. Camiseta que
defendieron con su vida los jóvenes Jack Bryan Pintado e Inti Sotelo Camargo,
quienes como miles de peruanas y peruanos alzaron su voz de protesta contra un
presidente ilegítimo que seguía sin dar la cara. “Merino, en ti me orino”,
“Merino usurpador”, “Merino, dictador, golpista, corrupto”, “Merino, la
conchadetumadre”, expresaban miles de pancartas imposibles de contar que se
perdían entre la multitud. Curiosamente, en Facebook se había convocado, con
dos días de anticipación, una marcha a favor de Merino a la cual no asistieron
ni sus ministros, ni siquiera se sabe si la iniciativa, que promovieron cuatro
gatos, se concretó.
La gente había olvidado la derrota del partido contra Chile del día
anterior. “Este es el partido más importante que juega el Perú”, rezaba una
pancarta en alusión a la segunda marcha plurinacional que buscaba lograr la
dimisión de Merino. Otra vez no había señal, me era imposible transmitir en
vivo, solo me dediqué a capturar instantáneas y conversar con los
manifestantes, que seguían llegando de todos lados. Pablo Alejos, de San Borja,
y Saúl Flórez, de Ventanilla, quienes marchaban contra “el Congreso que lo
único que hace es robarnos, y que ha elegido a este presidente y no el pueblo”,
no asistieron a la primera marcha, pero eso no les impidió que asistan a la
segunda y a las que tengan que hacerse, “hasta que termine este
gobierno”, me dijeron.
La ruta del 12 de noviembre se repitió, los intentos de la Policía para desviar la larga cola de marchantes, que se movilizaban como serpientes sobre la tierra, fracasó. Ya no habría más intentos de la Policía por desviar la marcha. La ciudadanía llego al Palacio de Justicia, ahí se detuvo un largo rato entonando cánticos no solo contra el gobierno de Merino, sino también contra la injusticia y los atropellos de la Policía. Las pancartas advirtieron a los agentes ternas que se retirasen de la protesta. La solidaridad hizo acto de presencia en ese punto, donde una joven con su polo de la Bicolor repartió ciento de botellas de agua a los manifestantes desde su camioneta con la tolva abierta.
Manifestantes en escúteres, motocicletas, patines, se acumulaban camino a
la Plaza San Martín. Ciento de semblantes entusiasmados, sobre todo jóvenes,
recorrían las calles de todo el Perú. Ya en la plaza, algunos manifestantes le
gritaban “cobardes, prensa vendida” a algunos reporteros de unos cuantos medios
masivos. Las arengas contra la policía tampoco cesaban. En el centro de la
plaza, una señora vendía frituras con una recarga del 50 %, que aplicaba a
todos los platos; no importó el precio inflado, algunos se sentaron a comer en
la carretilla, otros llevaron su comida en plato de tecnopor mientras
desfilaban hacia la avenida Abancay, otra vez la consigna era llegar al
Congreso.
En la intersección entre las avenidas Abancay con Nicolas de Piérola, un
gusano de fierro oxidado, custodiado por policías, impedía pasar a los
manifestantes. La gente se pegó al Parque Universitario mientras esperaban que
lleguen las brigadas voluntarias de primeros auxilios, que apenas se asomaron a
la avenida Abancay tuvieron que asistir a un joven tendido en el piso por el
disparo de un perdigón que le propició un policía. Los agentes del orden
provocaron que las filas marchantes se desordenaran, pues tuvieron que
retraerse un poco para evitar contactarse con el gas pimienta que bailaba por
toda la zona.
Un grupo de manifestantes comenzó a romper a piedras al lado del parque Luis
Alberto Sánchez con la intención, según uno de ellos, de obstruirles el camino
a los policías. La policía disparó, ya sin prever adonde caerían las bombas
lacrimógenas que hicieron que muchos cuerpos se desesperen y corran en círculos
en busca de un poco de vinagre. “Toma, toma; pero no te toques la cara”, le
decía una señorita de cabello castaño a un jovencito mientras le echaba agua
con bicarbonato a través de una botella con chisguete.
Me acerqué a los manifestantes que estaban en la muy distinguida primera línea: vi a muchos jóvenes, barristas de Universitario y Alianza Lima, militantes de la Juventud Comunista del Perú, miembros de distintos colectivos sociales, entre las que resaltaban también valientes mujeres que, junto a sus compañeros, se encargaban de socorrerse los unos a los otros, de neutralizar los gases lacrimógenos y habían levantado un muro con sus carteles de protesta para protegerse de los perdigones que se repartían como si se disparasen a delincuentes. La primera línea no cedió, siguió bien plantada, en el medio de la pista con la bandera peruana, que días atrás unos policías habían pisoteado. Era insoportable el ambiente, se nos cortaba la respiración, salvo para los que tenían sus máscaras antigás. Ellos seguían resistiendo, echándose porras y ánimos, alentándose, porque recién comenzaba el partido, eran las diez de la noche, y no se abatían, continuaron repitiéndose la idea que los convenció de estar ahí, en la distinguida primera línea: “Que se vayan todos, ni Merino ni Vizcarra, conchasumare”. Más de una foto de aquella resistencia en el cruce de Abancay con Piérola se capturó y hoy circula por la internet.
Ya no soportaba estar en ese punto jadeante, me devolví a la plaza San
Martín. Allí, seguí la fiesta, la muchedumbre se pasaba la voz diciéndose que
no se acerquen a la avenida Abancay, “que ahí la respiración es de héroes y de
valientes”. Arengaban a favor de la primera línea. Una bomba lacrimógena
sombreó por la cabeza del monumento de José de San Martín y explotó en el
césped del lado derecho de la plaza, y el pánico hizo alejarse a todos,
salieron arrancados, la señora del pollo broaster empujó su carretilla sin
pensarlo dos veces. Y la gente sacó la cola por la avenida Colmena, los
policías con sus escudos seguían avanzando sin separarse. Cerca de dos horas
estuve en ese ritmo, de ver cómo la gente huía de los gases lacrimógenos y los
perdigones, la brigada voluntaria ya tampoco estaba para cuando la Policía
reprimió a los manifestantes hasta la avenida Colmena con Wilson.
Los miles de miles, por donde yo estaba, habían sido reducidos a unos
cientos. La Policía proseguía con los disparos de los proyectiles que pasaban
por los techos de los carros y los buses. Los cláxones se integraron a la
percusión de las escopetas. Algunos se abrieron del punto de enfrentamiento en
dirección hacia el jirón Quilca, donde todavía
quedaban rezagos de la marcha. La confrontación desigual entre los policías armados y la
primera línea se prolongó ya pasada la medianoche. “Abusivos, asesinos”,
gritaban algunos transeúntes y vecinos de la zona desde sus edificios. El
cordón policial llegó a quebrar a la primera línea, mientras los pocos que
estaban detrás de estos se echaron a perder por las calles del Centro de
Lima. Los pocos que quedaron insistían en animarse a juntar un frente para
entrar por Colmena. En ese instante, unos policías motorizados aparecieron y
descargaron sus balas de goma contra el pocotón de personas que merodeaban la
Universidad Federico Villareal.
Ya era domingo, un venezolano, que vendía perros calientes, nos dijo a mí y a mi acompañante, Stevenson, el responsable de retratar los excesos de la Policía, que esos episodios él ya los había visto en su tierra, “en Perú hay una dictadura”, gritó. Revisé las notificaciones del celular, ya se había confirmado la muerte de Jack Bryan Pintado, de 22 años, víctima de una ráfaga de perdigones; y otra vida, según Radio Programas del Perú, estaba a punto de partir. Me trasladé hacia la plaza Dos de Mayo, viendo de lejos como algunos agentes del orden recogían los perdigones que habían disparado contra sus blancos, “ni se te ocurra filmarlos, te van a disparar”, me resondró una señora. Recordé que, sin asco, 48 horas antes, habían herido con una bomba lacrimógena a un reportero de OjoPúblico, que, como yo, solo estaba cubriendo la marcha. Un total de 30 periodistas fueron agredidos por la violencia policial, de acuerdo con la información que brindó la Asociación Nacional de Periodistas del Perú.
Ya en casa, los medios confirmaron la muerte del joven Inti Sotelo Camargo,
de 24 años, quien recibió cuatro impactos de perdigones, uno de ellos directo
al corazón. También se empezó a hablar de más de 90 heridos y 45 desaparecidos.
Según la Defensoría del Pueblo, para el 18 de noviembre ya no había a quién
buscar. En vivo, en la televisión, ya eran las dos de la mañana, se vio que un
grupo de manifestantes había conseguido llegar al Congreso de la República para
luego ser atacados por los policías. El acercamiento de puños entre un
manifestante y un policía que se vio en las pantallas solo fue parte de la
emboscada. Eran casi las tres de la mañana y aún continuaban las protestas en
el Centro de Lima. Con todo lo sucedido, Manuel Merino era el más buscado y el
más ausente, ni su exprimer ministro Ántero Flores-Aráoz, a quien apodaron
Gatofiero, conocía su ubicación.
Por la mañana del domingo, el Perú lamentaba las muertes de los dos jóvenes, a quienes llamaron héroes de la democracia, y Merino había dicho que daría un mensaje a la nación. Ya no tenía a nadie, todo su gabinete para el mediodía se había desarticulado por voluntad de sus propios ministros que renunciaron cuando la presencia del presidente ilegítimo en Palacio era insostenible. A las 12:18 del mediodía Merino renunció de “manera irrevocable” a la presidencia de la República después de los crímenes de Estado que dejaron fallecidos, heridos y desaparecidos en las marchas contra su gobierno de facto. La renuncia de Manuel Merino fue la victoria histórica de la generación del bicentenario, y que como muchos coinciden, dedicada a los jóvenes Jack Bryan Pintado e Inti Sotelo Camargo, quienes perdieron su vida formando parte de la naciente generación bicentenario. Una semana después, sus muertes y sus huesos siguen sin encontrar justicia ni responsables.
Bitácora gráfica de la marcha:
Primera fotografía: Sebastián Castañeda. Un grupo de jóvenes de la generación del bicentenario protesta en la avenida Abancay.
Segunda fotografía: Stefanno Placencia. Una trabajadora del sindicato Sitobur protesta con un cartel que pide nueva Constitución.
Tercera fotografía: Stefanno Placencia. Pintas en la avenida Nicolás de Piérola.
Cuarta
fotografía: Twitter. Una extensa banderola se desplaza hacia el Congreso de la
República.
Quinta
fotografía: Stefanno Placencia. Cientos de manifestantes reunidos en la plaza
San Martín.
Sexta fotografía: Stefanno Placencia. Algunos protestantes que estuvieron en la primera línea de las marchas.
Séptima
fotografía: Stefanno Placencia. La movilización se detuvo por un largo rato en
los cruces de las avenidas Wilson con Nicolás de Piérola.
Octava fotografía: Jacqueline Fowks. Una semana después de la muerte de Inti Sotelo y Bryan Pintado un grupo de artistas, por iniciativa de Natalia Documet y Samuel Chambi, los homenajearon con una escultura-altar-ofrenda que prepararon un día antes de la cuarta gran marcha nacional.
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