Julio Ramón Ribeyro, un cuentista dibujante

El narrador latinoamericano tenía otras facetas relacionadas al arte plástico. Su obra ratifica su afición por la pintura.
Vista del parque Monceau, en París, Francia. / Foto: COSAS

Julio Ramón Ribeyro, como otros escritores, tenía facetas no tan conocidas; entre ellas, la más rimbombante y también la más desapercibida hasta hace poco: la de ser un aficionado dibujante. El mayor cuentista peruano no solo se sentaba en su escritorio a hacer que las oraciones se hilvanen en historias, sino que quemaba sus pestañas dibujando retratos, algunos más trabajosos que otros, bocetos, etc. La palabra, en Ribeyro, por ratos, mutaba a pinceladas. La dualidad virtuosa de su pluma. 

El caso de Ribeyro no es aislado, pues no es el único escritor peruano que utilizaba el dibujo como una especie de boceto literario. Él afirmaba que dibujar le permitía “poner la literatura entre paréntesis, para volver a ella con la mente más suelta”. Antes de él, habían recurrido a la misma técnica los liróforos Jorge Eduardo Eielson y César Moro, por cierto, artistas multidisciplinarios. Ribeyro no se quedó atrás, aunque él aclaraba constantemente que no tenía ambiciones ni pretensiones artísticas. Y, en vida, esa coherencia no fue desestabilizada.  

Así, para el Flaco la hoja en blanco no solo merecía una transfusión de letra y tinta, sino también de acuarelas; aunque a veces, como distracción y medicación, abusaba más de la segunda. Pero, como ha quedado registrado en la pulcra edición de “Julio Ramón Ribeyro. Dibujos y notas (1978-1992)”, publicado el año pasado por el Grupo Editorial Cosas con el patrocinio de la Fundación BBVA y la Universidad de Lima, Ribeyro solía hacer más atractivos e íntimos sus dibujos con algunas notas que los acompañaban al pie de página o al margen. 

Ribeyro acostumbraba a cargar cajas de cigarrillos y, por supuesto, de colores. Según su biógrafo, Jorge Coaguila, quien comenta en el libro mencionado, Ribeyro tuvo un vínculo muy temprano con el dibujo. Desde la realización de historietas con su hermano Juan Antonio, además de dibujos que el Flaco guardaba en su diario. Incluso acercó el arte plástico al terreno de la ficción, así lo patentó en su cuento "Doblaje", que narra la historia de un pintor obsesionado en conocer a su otro yo, su doble. Otro ejemplos con pinceladas relacionadas a la pintura son los cuentos "El libro en blanco" y "La casa en la playa", este último tiene a su gran amigo Emilio Rodríguez Larraín como protagonista y figura en el relato como Ernesto. 

En su estadía europea, Ribeyro hizo amistad con un núcleo de artistas, donde se encontraban Michel Grau, Benjamín Morros Moncloa, Alfredo Ruiz Rosas, Emilio Rodríguez Larraín, Carlos Bernasconi y Herman Braun para quienes, más adelante, escribió textos sobre sus obras. A pesar de su estrecha relación con los pintores de su época, Ribeyro tenía nitida la idea del distingo entre el mundo literario y el mundo plástico. 

Entre los dibujos inéditos dentro del libro de Ribeyro, recopilados de diarios, hojas sueltas, cuadernillos incluso servilletas, se encuentran personajes, paisajes, lugares que visitó y concurrió, como, por ejemplo, el parque Monceau, París o la Via Tragara en Capri, Italia; hasta el malecón de Miraflores donde solía andar en bici y en la línea once (a pie).

Las ilustraciones del autor de Solo para fumadores, considero, no se pueden entender como una evasiva al proceso de creación literaria, sino como una extensión o alternativa de mirar el arte de distintas perspectivas. Ribeyro no se consideraba un escritor profesional (detestaba la idea de sentirse obligado a escribir) ni tenía pretensiones artísticas con sus dibujos y pinturas; aunque esas posiciones, por lo visto en sus textos con color, parecen nadar contra la corriente. Sus dibujos y sus cuentos no pueden estar “excluidos del festín de la vida” artística.

Gabinete del doctor Fausto, en referencia a la obra de Christopher Marlowe. /Foto: COSAS

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